El migrante lleva consigo una mochila repleta de sueños y metas por las que luchará contra toda corriente por alcanzar. El equipaje es pesado, el camino largo y los obstáculos engañosos, pero sabe que si se rinde el peso de la carga habrá sido en vano. La frontera se asoma a la distancia y entre lágrimas que se evaporan en el calor del desierto, la vista borrosa vuelve a dar otro vistazo a lo que se deja atrás. Ahí, no solo se quedan el desempleo, el hambre y la necesidad, sino también una infancia de juegos callejeros, el calor de mamá, la ternura de un hijo, el abrazo de una esposa y la camaradería de los amigos que lo despiden con la expectativa del futuro prometedor que le espera del otro lado de la frontera. No hay promesas, pero si la esperanza de volverse a encontrar algún día, aunque muchas veces ese día tan esperado nunca llega.
Hace poco fui testigo de la historia de una madre inmigrante que perdió a su hijo por causa de la pandemia. La última vez que lo sostuvo en sus brazos, él era apenas un niño. Quince años después la vida se le desvanece sobre la cama de un hospital, ante la impotencia de una madre que tiene que resignarse a despedirse por teléfono de su eterno niño que ahora ya es un hombre.
Esta es la historia de miles de migrantes en los Estados Unidos. No es una realidad aislada, sino una latente en la comunidad de inmigrantes. Debajo de la piel de un migrante se esconde el dolor de la separación de los que se ama y la ilusión del sueño americano que se encargara de cobrarles un alto precio por desempacar.
Yo soy Melody Dominguez y ésta es mi perspectiva.